La economía ciega

La economía es, por invención social, corta de miras. Se ha centrado exclusivamente en la maximización reduccionista –y utópica- del bienestar material egoísta del individuo. ¿Acaso podemos crecer indefinidamente sin tener en cuenta el impacto de la economía en la salud del planeta y en el desarrollo de la sociedad en su conjunto? El progreso económico es importante y nos ha traído grandes alegrías en mejorar sustancialmente la calidad de vida, pero solo si viene acompañado de un marco de referencia más grande donde la economía es un medio para llegar a un propósito supremo: la felicidad.
Adam Smith y la economía clásica ya entendían la economía como un servicio a la felicidad del ser humano. Pero ante la dificultad de medirlo, el concepto de felicidad se cambió por el de utilidad y ahí se le asignó una variable cuantitativa, el precio, como criterio para su medición. La impaciencia y la voluntad para cuantificarlo todo, herencia de Aristóteles y Euclídes en su afán por medir la realidad a través de la lógica matemática, abocó a la economía a mirarse el ombligo. Todo lo que no se podía medir carecía de sentido y, por ente, se consideraba fuera del alcance de la ciencia económica.
El acto de medir la utilidad en la economía se tradujo en la medición de la capacidad de consumo basado en el poder adquisitivo del individuo como medida del éxito. Del Ser se pasó al Tener. El mercado simbolizó el ágora del intercambio económico, y las personas intercambiaban bienes y servicios por dinero. La llegada de la revolución industrial aceleró la mecanización del proceso productivo y la deslocalización de la fabricación y el consumo en mercados de masas alrededor del mundo. El cambio tecnológico fue el gran invento que catapultó el capitalismo global.
La satisfacción de necesidades a través del mercado fue el gran salto adelante del sistema capitalista. La motivación individual por satisfacer necesidades -desde las más básicas como las fisiológicas hasta las de auto-realización pasando por toda la jerarquía de la teoría de la motivación de Maslow (seguridad, aceptación social, auto-estima), desembocó en la mercantilización del deseo como objetivo empresarial para incentivar el consumo y, por ende, el crecimiento económico.
Este en si mismo tiene su valor. En un contexto de escasez, como el que vivió el nacimiento del capitalismo moderno en las puertas de la Revolución Industrial, el progreso económico es un catalizador de desarrollo social. Cuando la gente padece hambre, carece de necesidades básicas como alimentos, agua potable, atención sanitaria y educación y no tiene un empleo digno, sufre. La economía que alivia la pobreza es indispensable como el primer paso para fomentar la felicidad.
Pero el problema viene cuando el sistema se queda colgado en este paradigma mientras el mundo evoluciona. En un contexto de abundancia en términos absolutos, como en el que nos encontramos ahora, el apego al materialismo tiene sus limitaciones. El sistema del homo economicus, que valora su felicidad por su capacidad de consumo, no puede dar respuesta a otras necesidades que escapan al mercado, desde los afectos hasta los bienes comunes como la naturaleza. ¿Acaso se puede medir con exactitud el amor de un hijo hacia su padre?
La inteligencia ciega de la economía es un gran lastre para facilitar el desarrollo humano hacia la felicidad. El pensamiento concéntrico hacia la medición y la cuantificación de todo intercambio económico no solo simplificó una realidad que es mucho más compleja; es como si el homo economicus hubiera vendido su alma al diablo arrastrado por su pulsión hedonista hacia la gratificación de sus necesidades básicas y placenteras por la vía material y cortoplacista.
Y ahí la economía ciega empezó a construir su imperio alrededor de su gran logro: el progreso económico que sirvió para traer la prosperidad al mundo. Esta evidencia ha limitado el desarrollo de la ciencia económica como el sol y el ladrillo han limitado el desarrollo económico de España. Parece que el mantra del crecimiento económico sea intocable. Y si alguien se atreve a cuestionarlo, ahí aparecen los guardianes del sistema para recordar con un montón de datos que fue gracias al progreso económico que el mundo salió de la miseria desde que se inventó la máquina de vapor.
Estos mismos guardianes crearon un universo de conceptos y creencias para facilitar el desarrollo de la ciencia económica como algo ajeno a la complejidad de un ser humano poliédrico, interdependiente y conectado con la naturaleza. Entre ellas, fijaron que el propósito de una empresa, la principal institución económica del sistema, fuera la maximización del beneficio económico (materialismo) para sus accionistas (egoísmo). Y establecieron el PIB como la medida de éxito o fracaso del desarrollo de un país. Cualquier impacto ajeno a dichos propósitos era considerado una externalidad (la contaminación de un río, la explotación infantil en una fábrica, la desigualdad de género en las políticas de contratación), otro de los conceptos clave de la economía ciega. Y cualquier intento de estudiar la economía desde una óptica relacional era excluido si no tenía como propósito la maximización del beneficio económico. El estudio del impacto del crecimiento económico en la sociedad, en la salud, en la psique humana, en el planeta, en la naturaleza humana, en la ética, etc., se dejaba en manos de otras ciencias como la sociología, la medicina, la psicología, la ecología, la biología, o la filosofía, respectivamente; como si nada tuviera que ver con la economía.
El divorcio de la economía no solo tuvo sus consecuencias a nivel científico. La política también cayó en las redes del materialismo económico y así dejó de priorizar su función de garante social para aliarse con el poder económico. Es mucho más fácil caer en la tentación de un mensaje simple y cortoplacista como el de “a mayor crecimiento económico, mayor bienestar colectivo” que profundizar en el complejo mundo de los intangibles como la felicidad, la calidad, las relaciones o la belleza.
La economía ciega se escudó en la creación de empleo y el crecimiento económico para defender su rol en la sociedad, pero tarde o temprano acabaría por vérsele las orejas al lobo. La economía, entendida como la gestión de los recursos disponibles, no puede ignorar que los recursos naturales no son infinitos y que las personas no son recursos humanos sino seres humanos. Estos dos falsos mitos, instigadores de la deshumanización de la economía, son una losa que impide la evolución de la conciencia de un sistema que sigue organizándose bajo los preceptos del paradigma industrial de la fabricación de masas y el culto al trabajo.